Durante el siglo XIV, el panorama médico estaba marcado por una división social y educativa que influía significativamente en el tratamiento quirúrgico. En este período, la mayoría de las intervenciones quirúrgicas eran realizadas por barberos-cirujanos, cuya formación era mínima en comparación con los médicos aristocráticos con educación universitaria.
En ese tiempo, la medicina era un campo dominado por la élite educada, que veía la práctica quirúrgica como una ocupación inferior y manual, relegada a aquellos que carecían de la formación intelectual y social necesaria para ingresar en la academia médica. Los médicos aristocráticos, formados en las universidades, solían evitar el trabajo práctico y manual, prefiriendo en cambio centrarse en la teoría y el diagnóstico.
Los barberos-cirujanos, por otro lado, eran individuos con una formación limitada, que a menudo aprendían su oficio a través de un aprendizaje informal o de la transmisión del conocimiento de padres a hijos. A pesar de su falta de educación formal, estos practicantes eran valiosos en una sociedad donde la atención médica era limitada y la cirugía era a menudo la única opción para tratar diversas dolencias y lesiones.
Aunque marginados por los médicos académicamente educados, los barberos-cirujanos desempeñaban un papel vital en la atención médica de la época. Su disposición para trabajar con las manos y su experiencia práctica los convirtieron en recursos invaluables, especialmente en situaciones de emergencia o en comunidades donde el acceso a médicos formados era escaso.
La transmisión intergeneracional del conocimiento quirúrgico, de padre a hijo, fue una característica destacada de esta época. A pesar de las críticas y el menosprecio por parte de los médicos educados formalmente, los barberos-cirujanos continuaron practicando y refinando sus habilidades, asegurando así la supervivencia de la vocación quirúrgica en un período de la historia en el que la medicina estaba en constante evolución y transformación.