Durante miles de años, los agentes narcóticos y soporíferos, como el hachís, la mandrágora y el opio, han sido utilizados por diversas culturas en todo el mundo con la esperanza de aliviar el dolor y el sufrimiento asociado con diversas condiciones médicas, incluyendo las intervenciones quirúrgicas. Sin embargo, a pesar de su uso generalizado, estos agentes demostraron ser inadecuados para proporcionar un alivio efectivo del dolor durante los procedimientos quirúrgicos.
El hachís, derivado de la planta del cannabis, y la mandrágora, una planta de la familia de la solanáceas, eran conocidos por sus efectos sedantes y analgésicos, pero su potencia y consistencia eran variables, lo que dificultaba su uso en entornos quirúrgicos donde se requería un control preciso del dolor y de la conciencia del paciente. Además, el opio, un extracto de la amapola de opio, era ampliamente utilizado como analgésico, pero su administración conllevaba riesgos de adicción, tolerancia y efectos secundarios graves, lo que limitaba su aplicación en la cirugía.
La principal limitación de estos agentes era su capacidad limitada para proporcionar un alivio del dolor suficiente durante los procedimientos quirúrgicos. A pesar de sus propiedades sedantes y analgésicas, muchos pacientes aún experimentaban un dolor significativo durante la cirugía, lo que dificultaba la realización de procedimientos complejos y prolongados.
Además, la falta de comprensión científica sobre los mecanismos subyacentes del dolor y los efectos de los agentes narcóticos y soporíferos complicaba aún más su uso en la práctica médica. Sin una comprensión clara de cómo estos compuestos interactuaban con el cuerpo y el cerebro, los médicos tenían dificultades para predecir y controlar sus efectos en los pacientes, lo que aumentaba el riesgo de complicaciones durante y después de la cirugía.